lunes, 31 de mayo de 2010

La Contaminación Ambientoral

La ciudad se ve fea, se siente fea, se escucha pésima, ya no se puede transitar libremente. Sí pues, la penetró el virus electoral. Como una suerte de crónica de muerte anunciada vemos que se va acercando, lenta pero inexorablemente el desfallecimiento, por sobre exposición, de nuestros centros urbanos. Lo peor que le puede suceder a una ciudad es recibir el ataque artero y demoledor de las apetencias electorales de los grupos de poder, político, económico, de siempre. Nadie quiere perder lo que ya ha conseguido a la fecha, poder y posicionamiento social y político, grandes negociados municipales y el favor del elector; mientras los nuevos y los que quedaron fuera en la anterior contienda se preparan a dar la batalla de su vida para auparse a la limusina del triunfo. Todo ello en nombre de la democracia, de la institución ciudadana de las elecciones libres y de las promesas siempre incumplidas de los políticos profesionales y los sinvergüenzas de siempre.

¿Qué ha permitido que la angurria de los partidos tradicionales y la desesperación de los frentes vecinales e independientes nos sumerjan en el más bajo de los estándares de calidad de vida urbana? La respuesta pareciera obvia: la falta de autoridad y la inercia legal. Pues fíjense que no. Nuestra desgracia se ha originado en nuestra propia indiferencia, nuestra estúpida inconsecuencia y, evidentemente, en una total falta de auto estima ciudadana. Fueeeeeera... dicen los convenidos. Pero veamos que así es. Vamos a suponer que en las elecciones de hace 4 años hubiéramos exigido debates públicos en lugar de avalanchas publicitarias; que en lugar de millonarias ediciones de folletines novelescos de los candidatos hubiéramos exigido planes de gobierno y propuestas concretas de generación del desarrollo integral; hoy sólo se hubieran presentado a las elecciones solamente los mejor preparados y, de repente, por ahí se animaban a participar los que realmente valen y que las elecciones les llegan altamente.

Calles plagadas de cartelones vendedores de falsas promesas, banderolas con ridículos e incomprensibles lemas, afiches de sonrientes estafadores, gigantografías que albergan espíritus pequeños y volantes ofertando propuestas irrealizables, constituyen nuestro actual panorama urbano. Sin olvidar las paredes pintarrajeadas, los postes de alumbrado público y árboles con pegatinas y stikers. La bulla inmisericorde de los megáfonos, parlantes y estridentes radios, rebosantes de pésimo gusto y mensajes del más bajo nivel, que han hecho imposible nuestra tranquilidad. Caravanas con candidatos como reinas de belleza y entusiastas seguidores que en verdad, si no fuera por el chongo agradable que se arma, no sabrían qué hacen allí. ¿Y las autoridades? Aquí, bien, gracias. Si son los alcaldes, regidores, altos funcionarios municipales y sus auspiciadores los primeros, en busca de perennizarse en el cargo, en propiciar estos infames y demoledores ataques a la ciudad, ¿cómo podríamos esperar que esto no suceda?

Se respira elecciones por todas partes, pero no como opción político vecinal, se respiran más bien los hedores de la corrupción en busca de la impunidad que asegura el continuismo, la negociación y el trasvase de votos entre grupos afines que no permiten que algún advenedizo se haga del poder. No, sí no pasa por caja, en todo caso. Cada día que pasa el verdadero cambio se hace más difícil. Es casi imposible pensar en unas elecciones democráticas, sin manipulaciones ni intervenciones mediáticas; entre ciudadanos verdaderamente libres, conscientes de su tremenda responsabilidad para con su comunidad; con candidatos de buen nivel, limpios e insobornables. Pero sobre todo, con la seguridad de que no somos borregos, de que no somos tontos, de que pensamos y queremos lo mejor para nosotros y nuestras familias. Mientras no reparemos en que los partidos políticos tradicionales nos están destruyendo personalmente, están destruyendo nuestras ciudades y, sobre todo, nuestras esperanzas y las oportunidades que en verdad no sobran, no podremos vivir mejor.

La ciudad realmente apesta. La cobarde indiferencia de quienes deberían intervenir para adecentar las elecciones y salvaguardar nuestras instituciones democráticas, se ha convertido en peligrosa complicidad. ¿Hasta cuando lo vamos a permitir?

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