viernes, 7 de agosto de 2015

Seguridad Ciudadana: Parte 2. ¿Y para qué sirven los Serenos?


En 1991, el entonces alcalde de San Isidro, Carlos Neuhaus Rizo Patrón, crea el servicio de Serenazgo en el país. La idea era cubrir el vacío que la policía había dejado en las calles de la ciudad por haberse dedicado a enfrentar al terrorismo, bastante activo en aquellos años. Para un distrito económicamente acomodado y con bastante que perder de caer en manos de la delincuencia común, como el de San Isidro, la medida era la adecuada. Progresivamente los demás distritos de Lima y del país fueron creando sus propios cuerpos de serenazgo, muchos de ellos sin saber siquiera para qué servían realmente los serenos, ni la forma de capacitarlos, organizarlos, dirigirlos. Lo bueno era que se disponía de un  exclusivo y apetitos presupuesto que podía manejarse a discreción y que poco a poco se fue convirtiendo en indispensable, aún cuando la función original se había desvirtuado totalmente.  Año 2015: tenemos que buena parte de los tributos por arbitrios se dedican al pago del servicio de serenazgo. Planillas fantasmas (pago a serenos inexistentes), compras amañadas de camionetas y diversos vehículos, contratos de blindaje (inexistente) de camionetas, compras fraudulentas de combustible y. lo peor, mal uso del personal contratado, en funciones y acciones que van desde hacerle el mercado y los recados a las autoridades o funcionarios de turno, hasta la de realizar tareas de amedrentamiento a ciudadanos críticos de la gestión municipal. Se da el caso, en algunos distritos, de la existencia de camionetas, sin llantas o abandonadas en talleres con el motor en el suelo, chocadas por conductores inexpertos e irresponsables. Poco pueden hacer los gerentes de seguridad ciudadana, normalmente ex policías o miembros de las fuerzas armadas, a quienes se les impone un personal sin la mínima preparación y ausencia total de entrega al servicio ciudadano. Se ha llegado a proponer el dotar de armas a estas personas sin considerar los riesgos que ello conlleva. Si realizáramos un balance desde el año de su aparición a la fecha actual, salvo excepciones y acciones dignas de encomio, los serenos constituyen un costo demasiado alto para el servicio que brindan, con el añadido de propiciar actos de corrupción de algunas autoridades que usan su presupuesto como su caja chica para diversos propósitos.

El que existan diferentes cuerpos de serenazgo en cada distrito, con autonomía total y sin la menor intención de integrar logística y personal en un solo objetivo de lucha contra la delincuencia, es la prueba de que se cometió un grave error en su creación. No hay forma, de suplir la labor policial con personal que no está capacitado, ni física, ni sicológicamente y que no cuenta con las herramientas, armas incluidas, para garantizar el éxito de su función. Si los ciudadanos supieran realmente cómo se emplea el presupuesto que se dice asignado a este cuerpo de seguridad ciudadana se armaría un escándalo. ¿Qué hacer? Lo más razonable: desaparecer el servicio de serenazgo, pero en forma paulatina, por etapas y mientras se transfiere a la policía y sus miembros en actividad el total de sus funciones, logística y personal civil de apoyo incluidos. 

sábado, 1 de agosto de 2015

Seguridad Ciudadana: Parte 1. ¿Y dónde está el policía?

Lo que sigue a continuación es un recuento de los ataques, robos y asaltos, en sus diferentes modalidades, que he sufrido en forma personal y en los que la constante ha sido la misma: si es que los policías no habían participado en ellas como los malos, brillaron totalmente por su ausencia. Salvo en la primera vez nunca presenté denuncias. ¿Para qué?

Testimonio muy personal: 

Tenía poco tiempo de haber regresado a Chiclayo, hace unos 28 años, con mi esposa limeña y un fin de semana que fuimos con mis padres y hermanas, al fundo que mi familia poseía en Olmos, sufrí mi primera experiencia de rabia e impotencia ante un hecho delictivo. De regreso el domingo por la tarde, de un maravilloso paseo de campo, descubrimos que nos habían vaciado la casa ubicada en el llamado Óvalo de la urbanización residencial Santa Victoria, con ingreso y salida por la puerta principal, cortesía de una útil y probablemente nueva, pata de cabra. Se suponía una zona tranquila, una zona segura, con resguardo policial, luego me enteraría que en los últimos meses la mayoría de nuestros vecinos había sufrido asaltos similares. Los ladrones se tomaron una botella de licor y defecaron en el piso de la sala,  una especie de superstición delictiva para evitar ser capturados, y se llevaron todo lo de valor que encontraron, cuadros y adornos incluidos. Preguntamos a los vecinos y nadie sabía nada, preguntamos por el guardia que nunca faltaba en la esquina y que nos daba cierta confianza y nos dijeron que ese día no había podido ir a cubrir el servicio, por enfermedad. Qué curioso, ¿no? Qué bueno que ustedes no estaban y se pudieron salvar de algo peor, nos dijeron luego en la Comisaría, nos dijeron también que eran bandas de ladrones de Trujillo. Podemos organizar una búsqueda pero tendrían que darnos todo el dinero necesario para movilidad, gastos y estadía en Trujillo. Gracias señor Comiasrio, pero no.

Me asaltaron luego, tres años después, a mano armada en un local comercial que tenía en Chiclayo; me vaciaron la caja registradora, un 24 de Diciembre en la noche, en una juguetería para niños. Con un arma en la sien y con un fuerte golpe de ella en la frente por tratar de ofrecer resistencia, tuve que presenciar cómo se llevaban, además, la más valiosa mercadería de vitrinas y mostradores y le quitaban todo el dinero y objetos de valor a mis clientes que yacían boca abajo tendidos en el piso. Los asaltantes fueron dos, atléticos y de cabello corto ellos, armados ambos, unos desgraciados también. Una semana antes, había recibido la visita del Mayor Comisario, supuesto amigo, para ofrecerme protección de su personal en sus días de franco, obviamente no acepté, con risita cachacienta y, adelantándome a Seguros Rímac, le dije que no se preocupara  por mí, que todo iba a estar bien. Y no pues, nada estuvo bien.  A la media hora de perpetrado el asalto y sin que nadie lo llamara, se presentó el señor Comisario y con la mejor cara compungida que podía, me dijo que lo sentía pero que me lo había advertido y, claro, no creo que quieras presentar la denuncia ¿verdad? No, tienes toda la razón, dije yo, ahogándome con las palabras que, gracias a Dios no dije en ese momento. Muy bien, me alegro de que te hayas salvado de algo que pudo haber sido peor, cuídate y si cambias de parecer  sobre tu protección personal y la de tus negocios, me avisas. Ahí hubo policías en actividad, pero asaltándome. Y lo que había sucedido no era nada más que una muestra del sistema de extorsión policial, un vil pago de cupos que en todas las provincias del país persiste, hasta la fecha.  

Un año después descubro un robo sistemático y valioso en otro de mis locales comerciales, también en Chiclayo; identificado el ladrón hago un trato con él, a pedido de su jovencísima, llorosa y embarazada esposa, convengo en no presentar cargos si me devuelve todo lo robado. La policía, en ese tiempo miembros de la PIP, lo llevan hasta su casa en la caleta Santa Rosa y regresan con él y todo lo robado. Todo en poquísimas horas. Me citan para hacer la devolución en presencia del ladrón y me percato que faltaba mucho más de la mitad de lo sustraido. Lo encaro y le digo que no podré cumplir mi ofrecimiento de no presentar cargos y el muchacho, sin reparo alguno, cuenta con todo detalle cómo en el viaje de regreso los dos oficiales que lo habían acompañado hicieron paradas en sus respectivas casas para descargar la mayor parte del botín. Monto en cólera y sin percatarme de lo que hacía amenazo a los policías, ellos me empujan hacia una oficina, cierran la puerta y me dicen de aquí no sales, para mi suerte un amigo que me había acompañado se percata de lo que estaba sucediendo golpea fuertemente y con gritos la puerta cerrada y una vez que le abren me hace prometer a los señores policías que no diré nada y que todo quedaba ahí, apretón de manos incluido. Salimos rápidamente de ahí, el amigo me mira, me da un apretado abrazo y me dice: no sabes de la que te has salvado. 

Hace 18 años, ya instalados en Lima, en el distrito de Magdalena del Mar, mi esposa y mi hija de 12 años fueron testigos pasivos de un asalto a mano armada en un colegio, que ya no existe, de la avenida Brasil, demolido para dar paso  a unos horondas y estrechísimas torres de departamentos, el día que habían asistido para matricular a mi hija. Tuvieron que echarse al piso de uno de los ambientes mientras los tres delincuentes que habían entrado y cerrado la puerta principal le sacaban hasta el último centavo a la cajera del colegio que ya tenía casi una centena de niñas inscritas, con matrícula pagada. El colegio estaba lleno de gente, casi todas mujeres y niñas, todas agazapadas entre escritorios y carpetas sin poder, ni querer, hace nada. Muchas de las madres fueron directamente amenazadas y les arrancaron joyas y carteras.  El susto fue tremendo, balazos y mentadas de madre incluidos. Mi esposa e hija salieron ilesas pero seguras de que ya no podrían salir solas a la calle. Corrieron hasta la casa, ubicada a dos cuadras, pero a pesar de las llamadas telefónicas que varias mamás ya habían hecho a la policía, no vieron a ninguno.

Hace 14 años, una noche,  regresando de un arduo día de trabajo como funcionario municipal, enternado, con un maletín en la mano, mientras hablaba por mi celular haciendo coordinaciones para el día siguiente y caminando hacia mi casa, en la calle Huamanga de Magdalena del Mar, dos señores, fornidos ellos, de cabello muy corto, bajaron de un auto que se sobre paró junto a mí, me dí cuenta de lo que venía y corrí hacia la reja del condominio, tropecé y los dos me cayeron encima, grité de todo, me defendí lo mejor que pude y solo aflojé cuando escuché que uno de ellos decía: ya métele un plomo; me pusieron un arma en la sien y les arrojé el valioso celular que tenía, hacia la pista. Lo recogieron y se subieron al auto, en el que esperaba un señor bastante mayor que me miraba como diciéndome de la que te salvaste. Y es que no  querían el celular sino subirme al auto, pero la suerte, el excesivo tiempo transcurrido y mis groserías a grito pelado convirtieron un "simple" secuestro al paso en un escándalo de proporciones. Desde el suelo vi cómo se alejaban y a todos mis vecinos en las ventanas y puertas, mirando no más. Allí tampoco hubo policía alguno sino una banda, probablemente conocida y permitida, caserita del distrito, de delincuentes comunes y demasiados ciudadanos indiferentes. 

Doce años atrás cuando iba a visitar al cliente de una empresa en el Callao, a media cuadra del llamado óvalo Salón, al final de la avenida Venezuela, fui interceptado en la berma central por dos fumones que me cogotearon y bolsiquearon a su regalado gusto, mis gritos amenazas o qué se yo, hicieron que solo me sustrajeran un directorio telefónico del bolsillo derecho del pantalón y no los dos celulares que llevaba en los bolsillos del saco, ni el maletín con valiosa información que llevaba en la mano. La avenida era muy ancha y pude observar a grupos de malandrines en cuclillas a ambos lados de la calle. como esperando entrar en acción correlativa a la falla del grupo en acción. Escuché la bocina insistente de un micro casi vacío que sobre paró, se produjo la distracción momentánea de mis asaltantes y de un salto felino del que no sabía que era capaz, subí al micro que me esperaba con la puerta abierta que se cerró detrás de mí y partió raudo. Chofer y cobrador me preguntaron qué hacía allí, cómo andaba así vestido en esa zona y que si estaba loco y, claro: No sabes de la que te salvaste. Alrededor del óvalo había visto, minutos antes, personal de la marina con fusiles haciendo vigilancia y eso me llevó a error, creí que esa vigilancia era suficiente, pero no conté que media cuadra más allá de su ubicación ya no era responsabilidad de ellos. Policías no ví, ni el trayecto de las cinco cuadras siguientes antes de bajarme, agradecido, de la combi y subirme a un taxi de regreso.

Hace 5 años y mientras conversaba con una amigo en la puerta de una sastrería en la calle José Gálvez , también en Magdalena del Mar, me percaté que uno de los dos hombres que iban en una moto que había entrado en sentido contrario al flujo vehicular, saltó al piso,  se avalanzó sobre una señora y luego de forcejear con ella le arrebató su cartera, se subió a la motocicleta que lo esperaba y yo, mientras corría detrás de ellos les iba gritando todo lo que se me ocurría y cuando levanté el brazo para coger del pescuezo al señor que se había subido a la moto, éste saco de la cintura un revólver y me lo puso casi en la frente, bueno dije hasta aquí llegué, pero solo se alejaron sin decir palabra. Ahí tampoco hubo policías, sí una señora muy triste que acababa de cobrar su pensión en el Banco de la Nación que me dijo: Hijito no vuelvas a hacer eso, mira de la que te salvaste y, sí pues, otra vez muchos callados mirones y policías, juro que no ví ninguno. Ni en las siguientes tres cuadras por las que caminé triste y pensativo hacia mi casa.

Hace poco más de tres años, cuando asistí con mi esposa a realizar unas compras a Gamarra, por el lado de la avenida aviación y mientras llevaba dos bolsas grandes, una en cada mano, sentí un empujón y simultáneamente, un tipo me arrebató la bolsa de la mano izquierda, solté la otra y eché a correr detrás del ladrón quien se escapaba por los montículos de desperdicios de la berma central, que ahora ya es un área ocupada por el metro que cruza La Victoria. Mis gritos y amenazas más que mi agilidad, que ya no es la misma, para alcanzar al ladrón, hicieron que éste desistiera de su empeño y soltó la bolsa en su desesperada carrera, cogí la bolsa y regresé donde mi esposa, más preocupado aún porque no me había percatado de que la había dejado sola y expuesta en mi afán de no permitir que se consumara el robo. Al llegar a su lado me percaté también que si el ladrón llegaba hasta la vereda de enfrente de la avenida Aviación, zona sumamente peligrosa hasta ahora, y yo detrás de él probablemente ya no la estaría contando. Tampoco hubo un solo policía y sí mucha gente sorprendida ante mi reacción.  

Hace casi dos años, regresando de Chiclayo. de visitar a mi madre y hermanas, mientras esperaba al bus retrasado de Cruz del Sur, dentro de la agencia y parado con el maletín de mi lap top cruzado en el pecho, el maletín que había llevado con mis efectos personales en una mano y otro maletín, con delicias chiclayanas para llevar a Lima depositado en el piso,  muy junto a mí, entraron dos señores muy bien vestidos y perfumados, uno hablando por celular, que se paró a mi derecha y otro que entró como buscando a alguien, que se paró a mi izquierda; el del celular subió el tono de voz como discutiendo con alguien y mientras todo el mundo lo miraba, incluyéndome a mí, el otro había iniciado su labor. Sigilosamente, sin doblarse, se había agachado y tenía mi maletín en la mano, volteé y bajé la mirada justo en el momento en que se erguía para salir. Le grité que eso era mío y sin más lo depositó en el suelo, yo cogí rápidamente el maletín y ya con todo seguro empecé a gritar a todos los presentes que ese hombre de casaca negra que iba saliendo por la puerta principal era un ladrón que había intentado robarme y que..... Pasó como si nada entre hombres fornidos y mujeres con cara de cuéntame qué pasó por Dios y se perdió en la calle. Tampoco allí hubo policías, ni guachimanes pero sí, otra vez, bastantes ciudadanos indiferentes o cobardes. 

He sufrido, además, otros cinco intentos (fallidos) de robarme el celular mientras caminaba por las calles de Jesús María, Magdalena del Mar y Surco, todos con la misma modalidad: acercarse sigilosamente por detrás de uno y tratar de arrancarte el celular para luego correr y como contorsionista meterse a la volada por la ventana abierta del asiento posterior de un Tico o una Station Wagon en marcha. Mis reacciones rapidísimas, más de rabia que de valor, evitaron los robos. En suma, he sido testigo, no callado por cierto y más grosero que los propios ladrones, de innumerables robos al paso, a personas que me pedían, por favor, que no persiguiera a los ladrones y que me callara por su propio bien y el mío. Pareciera que ya todos se han acostumbrado a este tipo de vida, la reacción defensiva de la víctima no existe entre sus posibilidades y veo, con rabia, la indiferencia de los demás vecinos ante el accionar de los ladrones que se han enseñoreado en nuestras calles. Lo anteriormente narrado, que es totalmente cierto y que responde tan solo a la necesidad de hacer conocer las diferentes modalidades de robo, asalto, extorsión y otras derivadas de ellas, que cada vez son más peligrosas y letales, pretende crear conciencia sobre la necesidad de tomar decisiones y buscar soluciones que las autoridades no se animan a tomar. La seguridad no nos la va a regalar nadie y si no hacemos algo pronto las cosas se van a poner peor. 
Lo que más me molesta y tortura mentalmente es que, en verdad, no veo policías por ninguna parte. Bueno sí, de vez en cuando, parejas de ellos, a tempranas horas del día, en zonas muy concurridas, conversando animadamente o hablando permanente y despreocupadamente por sus celulares personales y por ello y con todo el respeto que se merecen los que pierden el tiempo leyéndome me permito preguntar, ¿En dónde carajo estaban realmente los policías en los precisos momentos en que se les necesitaba y ahora también?   

Concluyo pidiendo que levante la mano aquella persona a la que hayan robado, asaltado, extorsionado, secuestrado, golpeado. Perdón, mejor que levanten la mano aquellos que no han pasado por ésto en algún momento de sus vidas, en alguna de las ciudades del país. Sí pues.... por ahora lo dejamos ahí.