martes, 25 de octubre de 2011

Mes de Procesiones

En Octubre, en la ciudad de Lima, necesitamos que se produzca el milagro de la fluidez. Es decir, que no haya atoros vehiculares y que los peatones puedan caminar libremente, cosas que actualmente no se dan gracias a los constantes embotellamientos que se producen por las interminables procesiones, en honor al Señor de los Milagros. Esta manifestación de religiosidad, poco a poco, se ha ido convirtiendo en una competencia a morir entre las diferentes cuadrillas de cargadores que, ahora distritalizadas, deben pasar de 100 en la ciudad de Lima. Lo malo no es la procesión, creo que el hecho ni siquiera molesta a los ateos o descreídos, no, lo malo es que esta procesión que debería haber sido una sola y un fin de semana al año, se ha convertido en un interminable mes de montoneras y apretujones, por toda la ciudad. Escuetos comunicados, no tan bien difundidos, dan cuenta de que se cerrarán tales y cuales calles, todo el día. Muchas veces una urgente diligencia nos encuentra con tremenda muchedumbre frente a nosotros y, caballero no más, un día perdido. Lo curioso es que la propia iglesia católica no ve con muy buenos ojos estas tremendas manifestaciones de fanatismo. No se puede llamar de otra forma a los actos producto de este fervor tan grande por la imagen del Señor de los Milagros. Lo más grotesco del asunto es toda la parafernalia que se arma alrededor de la imagen y sus devotos. Vendedores de comida y bebidas de pésima calidad, recordatorios, imágenes y las más increíbles chucherías, sin descontar charlatanes, timadores, ladronzuelos y mañosones de la más baja ralea, son ya parte y espectáculo del ritual.

¿Por qué no hace su trabajo la autoridad respectiva y recorta, sin anular, los abusos de esta simpática muestra de catolicismo? Simplemente porque se hace la pila. En verdad da miedo enfrentarse a la segura cólera irracional de un gentío que no tiene más ilusión que esperar cada mes de Octubre para vestirse de bueno y salir a la calle a medir capacidad de sacrificio con sus vecinos. Gracias a Dios que las cuadrillas todavía no son tantas, si no habría que robarle algunos días a Setiembre y otros a Noviembre, así tendríamos el trimestre del Señor de los Milagros. Muchos han escrito abundante y sesudamente sobre esta manifestación religiosa, que a la mejor usanza española, origen e imagen del ritual en mención, ocupa literalmente la ciudad, como si todos los ciudadanos estuviéramos dispuestos a participar y que se detenga el mundo, sí señor, al pase majestuoso y arrollador de la santa imagen; todos coinciden en la necesidad de perpetuar esta práctica, por cuanto la población necesita aferrarse a alguna esperanza de que las cosas se van a arreglar, que les va a ir mejor, que se van a curar o conseguir ese trabajito que tanto esperan. Sin ser sínicos podemos asegurar que esta no va a ser la solución a los problemas ciudadanos. Está bien que se de, lo malo es que ya se desbordó.

Ningún plan de seguridad ciudadana serio podría aceptar la paralización de la ciudad, por horas, días; la toma de calles, plazas y espacios públicos y hasta privados, por grupos inmensos de gente, algunas en estado catártico y hasta cataléptico, avanzando, si cabe el término, a un paso de tortura, llevándose consigo la tranquilidad y paz del vecindario. El desvío de las líneas de buses, de vehículos particulares, de carros de emergencia y otros, se da entre un infierno de bocinazos y mentadas de madre, ante la sonrisa e indiferencia de los sahumadores y lloronas. Vamos a ver. ¿Debemos prohibir esta celebración, más popular que religiosa? No hay necesidad. ¿Debemos fijar parámetros, cronogramas y planes de organización para que nadie salga perjudicado, apelando al respeto mutuo entre ciudadanos, secreto de la convivencia? Pues claro. Empecemos por sugerir que se fusionen o trabajen mancomunadamente las cuadrillas; que la celebración sea una sola, sin necesidad de que se replique en cada distrito de la ciudad; que se reduzca a un fin de semana, con el señalamiento de que sería ideal su realización en horas de la noche y madrugada, de paso que se evitan los bochornos solares, se aprovechan mejor las horas del día y se evitan colapsos de la infraestructura ciudadana; que haya un estricto control sobre la venta de alimentos y bebidas, muchas de ellos causantes de serios y peligrosos trastornos estomacales; que así como hay patrones o jefes de cuadrilla que van cortando tráfico y dirigiendo a la muchedumbre, se formen verdaderos y respetables piquetes de seguridad, que no permitan desmanes ni faltas a la persona; que se entienda que la bulla atronadora no debe gustarle ni a la propia imagen y que una manifestación de fe no tiene por qué ser bulla de mercado; que participe la iglesia con su capacidad de organización y compromiso, para que la procesión sea un verdadero rito religioso y, de paso, un bonito espectáculo turístico. Así ganamos todos. Y, finalmente, que no siga decayendo la calidad del turrón de doña pepa, porque este año está infame.

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