domingo, 26 de abril de 2009

No te metas con mis hijitos.

Ya vimos que de nuestra actitud ante el momento, de lo que respondemos a los demás y de cómo los tratamos, en general, depende el cómo nos resulten las cosas. Bueno pues, esa predisposición al buen trato debe nacer desde nuestro interior, no debe ser impostada; y para que ello suceda debemos recibir la educación y formación necesarias. Llegamos por fin al origen de todo: la educación. No la imposición, no el actuar por coacción y menos por hipocresía, sino el hacerlo libremente, pero en el sentido correcto.
Buenas escuelas, buenos colegios, buenas universidades, hacen buenas personas y por ende, una buena sociedad. La idea de municipalizar la educación, al contrario de lo que creen los ortodoxos, los comodones y a quienes el cambio asusta, es lo ideal. Nadie puede manejar mejor la educación de los niños de una comunidad que la propia comunidad, incluyendo por supuesto a los padres. Pero, y aquí viene la verdad verdadera, de nada sirve una buena educación si la formación familiar, la que se brinda en el propio hogar, es mala, por decir lo menos.
- Oye ón, ¿porque has sacado puro jalado en la libreta?
- Ta’ que pa’, la profe me tiene rabia porque no quise con ella.
-Ta’ bueno mijo, pero hazle su favorcito especial pa’ que te apruebe.
- Ta’ bien pa’, sólo porque tu me lo chamullas.
Dificilísima tarea por supuesto, máxime si a las nuevas generaciones de padres, se les ha dado por la incomprensible postura de, mi hijo es lo máximo, ha salido igualito a mí, pero mejor. Y ojo, que nadie se meta con él (ella) porque lo reviento. De padres complacientes y permisivos a padres apañadores y hasta cómplices, no hay mucha distancia cuando el amor paternal es mal entendido. De una pataleta con cachetada a la madre incluida, hasta la pandilla juvenil hay poco trecho. Bien, eso sucede en el ámbito familiar y si la familia se malogra sola, allá ella. Pero hay una obligación para con la sociedad y si la familia se inserta en ella, debe cumplir con estándares mínimos y con las normas que toda convivencia exige.
Por ello es inaceptable el que existan las pandillas juveniles. Esto es un problema municipal, local, casi de barrio. El problema nace ahí y ahí hay que acudir a resolverlo. No se puede aceptar que grupos de imberbes se paseen orondos por las pistas de nuestra ciudad, pintarrajeados, con el torso desnudo arengando sabe Dios a qué y demostrando que ellos mandan y detrás, con una blandengue actitud de, pobrecitos, sí sólo son unos chiquillos confundidos, uno o dos vehículos de la policía, cerrando el desfile, escoltando a esta caterva de futuros delincuentes y pandilleros. Son las, estúpidamente llamadas, barras bravas. Un grupete de desadaptados que pudieron haber sido compuestos con un par de cachetadas, bien dadas y en su momento, por padres, que lamentablemente no estuvieron, no existieron.
Cuántas veces los muchachos y muchachas se escudan en un código civil demasiado permisivo y en unos padres, vencidos por la vida y cansados de luchar contra el sistema, que piensan que dejando protestar a sus hijos se aliviará un poco la rabia que ellos mismos no han podido exteriorizar. Pero, ¿de esa forma? Ya pues.
La autoridad no puede hacer respetar las normas si detrás de las faldas de una madre afligida o los pantalones de un padre compungido, pero no menos responsables, se esconde la semilla de un desadaptado que para cobrándole a la sociedad el lugar que cree le ha sido negado, azuzado, a veces incluso, por los propios padres.
Trabajemos desde la primera infancia los arrebatos de nuestros hijos, redirijamos sus esfuerzos por hacerse notar, con buenos ejemplos y mejores consejos. Apoyemos la educación y sus métodos, mejoremos el entorno de nuestra comunidad, apelemos al buen criterio de las autoridades e instituciones, sino para que prohíban, al menos regulen la exteriorización y entronización de una cultura de la violencia y el sexo desenfadado y exhibicionista, que no hacen más que exacerbar las bajas pasiones de nuestros niños y adolescentes. Pongamos mano dura en donde se tenga que hacer, cortemos las alas a esas deformadas identidades que se empiezan a gestar y luego no nos arrepentiremos, cuando al transcurrir los años, nuestros hijos formen sus propios hogares, con sus propias familias.
La educación, la formación en valores y la responsabilidad social corresponden a las autoridades municipales y a los propios vecinos organizados, padres incluidos. Trasladar el problema y su solución a los estamentos nacionales y centralistas, equivale a alzarse de hombros y eludir cobardemente responsabilidades, que la propia sociedad, en su conjunto, se encargará de cobrárnoslo mas adelante.

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