martes, 13 de septiembre de 2011

Arquitectura y Ciudad

Toda nuestra vida transcurre en espacios cerrados, entre cuatro paredes que, normalmente, responden a la función correspondiente. Nuestros espacios personales y familiares, los espacios en donde realizamos nuestras actividades, sumados todos ellos, a los espacios de los otros, aquellos que viven a nuestro alrededor, conforman la ciudad. Depende de la calidad de cada uno de los espacios creados y de la adecuada interacción entre los mismos, el que una ciudad sea agradable para vivir. De ahí la necesidad de que cada vez que se intervenga en un determinado espacio, vía demolición, edificación, remodelación o ampliación, se haga bajo ciertas normas mínimas, aquellas que garanticen que los cambios a realizar no alteren, o si es el caso, mejoren las condiciones que determinan una adecuada calidad de vida. Pero además existen otros espacios, los públicos, que no pertenecen a nadie, sino que son de todos. Están ocupados por los parques, jardines, plazas, pistas, aceras, bermas y, además, por lo que llamamos el mobiliario urbano, desde bancas y postes señalizadores, hasta jardineras y basureros. Ahora bien, hablemos de los sujetos involucrados. Tenemos por un lado a los ciudadanos y sus familias, por otro, a las autoridades y sus funcionarios y, finalmente, a los técnicos o profesionales intermediarios y verdaderos operadores de los espacios y su arquitectura. Cuando existe un real entendimiento entre los nombrados y cuando las condiciones en que se realizan los cambios físicos responden a un accionar justo y equitativo, la ciudad llega a alcanzar su desarrollo.

Pero ¿qué pasa cuando se altera el necesario equilibrio de poderes, derechos y responsabilidades, entre los sujetos que actúan sobre una ciudad y sus espacios? Cuando, por ejemplo, un ciudadano, sabiendo que no debe, levanta dos o tres pisos más de los permitidos, en zonificación de baja densidad; cuando irrespetando la morfología original de la edificación que habita, "diseña" y edifica ampliaciones que son horrorosas a la vista y a su propio entorno; cuando habiéndosele aprobado un proyecto de fachada determinada, él la "mejora" por su cuenta y riesgo, zurrándose en el criterio de la junta revisora municipal y, lo que es peor, en el derecho de autor del proyectista original; cuando en un afán de querer llamar la atención y demostrar a todo el barrio que "tiene clase y es diferente" altera los colores originales, acordes a la fachada y embarra el paisaje urbano con tonalidades desagradables hasta para su mascota; cuando, finalmente, lejos de darle el debido mantenimiento a lo que originalmente se aprobó y edificó, abandona fachada y entorno a su suerte y al paso del tiempo y el smog. ¿Qué pasa cuando las autoridades correspondientes, por otro lado, nos alteran las condiciones edificatorias de la zona que habitamos? Cuando usted se acuesta un día dentro de su casa de dos pisos y amanece al costado de un lote, similar al suyo, que de ahora en adelante albergará a una torre de 14 pisos, es decir ahí en donde vivía la familia Villanueva, se mudarán 28 nuevas familias. Si aguantar a los Villanueva ya era un triunfo imagine lo que habrá que hacer para convivir con este nuevo gentío; cuando las mismas autoridades en un afán personal de pasar a la historia intervienen los espacios públicos cambiando el uso de los mismos: ese hermoso parque en donde jugaba con su niños será ahora, dicen ellos, muy serios e interesantes, el museo del anticucho peruano, por ejemplo. ¿Qué pasa cuando los técnicos o profesionales, operadores directos de la ciudad, le venden a las autoridades la idea de cambiar el sentido del tráfico de algunas vías, de hacer puentes peatonales, de bonitos by pass y tréboles, de estadios, bonitos ellos, inútiles ellos. Sí pues, hasta cólera da.

¿Qué hacer? Primero, tomar conciencia de que como ciudadanos, nos corresponde el derecho inalienable y la responsabilidad irrenunciable, de ser el objeto y razón de ser del diseño, realización y mantenimiento de nuestras propias ciudades. Reconocer luego que no podemos hacer lo que nos da la regalada gana sobre nuestra propiedad, menos al exterior de la edificación y de las áreas libres que mantenemos. Que es nuestra obligación mantener en buen estado de conservación nuestra propiedad y su entorno, recordando que la impresión que debemos dar es la de seres civilizados y con aceptable estándar de vida, en lugar de marranos sin educación. Finalmente, que no podemos aceptar callados los cambios sobre zonificación e índice de usos de los espacios urbanos, que afecten nuestro modo y calidad de vida. Tener en cuenta, luego, que las autoridades que elegimos, sean las adecuadas, con conocimiento, formación y un alto grado de honradez y credibilidad, no vaya a ser, que por pagar favores a terceros, aquellos que pusimos en el sillón municipal terminen tasajeando la ciudad para beneficio e intereses ajenos, por lo que deberemos estar presentes en cada toma de decisión que afecte los destinos de nuestra ciudad, deberemos, además, supervisar, fiscalizar y rechazar, de ser el caso, toda obra, cambio, o incluso, propuesta, que se ejecute o pretenda ejecutar sobre nuestros predios. Cuidar, finalmente, que los técnicos y profesionales que trabajen en y sobre nuestra ciudad, sean competentes, entendidos en el asunto y honestos a cabalidad, de lo contrario tendremos buenos proyectos con malas obras. Como se aprecia, casi toda la responsabilidad es del ciudadano. Es el único que mientras no se mude, voluntariamente, siempre estará ahí, presente. Los que rotan son las autoridades, sus funcionarios, los técnicos y los profesionales. Siendo así, debemos acotar, que la calidad de vida de una determinada ciudad es fruto de la participación directa, o falta de ella, del ciudadano mismo. ¿Qué cosa? Sí pues, parece que se nos había escapado este pequeño detalle.

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