domingo, 20 de septiembre de 2009

¿Por qué no se callan?


¿O sea que por no tener la plata suficiente para comprarnos una residencia en urbanización exclusiva de las afueras de la ciudad, rodeada de tranqueras y adustos vigilantes; o, un poquito menos, pero igual demasiado, como para comprarnos un dúplex, también en zona residencial exclusiva, con muros, tabiques y techos enchapados, con ventanas de doble vidrio y marco de cajón; o un poco menos aún, pero todavía demasiado, como para comprarnos una especial 4 x 4 blindada y con lunas gruesas y polarizadas, tenemos, por ser pobretones ciudadanos de a pie, que chuparnos toda la porquería sonora que se produce en las calles de una ciudad que hace rato dejo de ser para seres humanos y se ha puesto al servicio, por interés económico, de su majestad el vehículo o, por incapacidad de manejo, al servicio de la vociferante clase informal que a puro pulmón y desorden quiere llegar también a ejercer el poder? Sí pues, parece que sí.

Pero antes de odiar a muerte al pobre carrito, bonitos hay, ¿no? o a los cholos provincianos inmigrantes (como yo) que por su falta de "clase" viven como animalitos, gritando cual berracos todo lo que se les ocurre o necesitan, revisemos el tema desde la razón. Una comunidad se organiza en base a los requerimientos de su propia población y casi siempre esta tiene lo que merece, aunque nunca tenga lo que necesita. Para ello se requiere, por un lado, de la capacidad, conocimientos y buen criterio que sus líderes o gestores se supone poseen y que aportan a la comunidad, cuando por elecciones acceden a ser sus autoridades, y por otro, de la supervisión, fiscalización y apoyo o descalificación a que la propia población tiene derecho y obligación.

Pero ¿qué pasa cuando los dirigentes o autoridades "mayormente desconocen" de gestión y su capacidad no es más grande que el carné partidario que los avala? Sucede lo que estamos viviendo. Locales diurnos y nocturnos tremendamente bullangueros y faltosos, sin las mínimas condiciones acústicas necesarias exigidas para su funcionamiento y el buen dormir de los vecinos, pero con todas las autorizaciones municipales en regla o de lo contrario, con todos los amparos judiciales que se requieran; vehículos, desde ticos hasta volquetes, con cláxones y sirenas dignas de trasatlánticos en carrerita inter oceánica; escapes libres o malogrados de vehículos de servicio público, a los que se añaden las estridencias que llaman musicales, en su interior, así como vocingleros llenadores de combis, insoportables jaladores de tiendas, gritonsísimos vendedores de lo inimaginable, alto parlantes endemoniados, entre otras cosas, que han acabado con nuestra tranquilidad y nos han sumido en la más imponente crisis auditiva de las últimas décadas. Si hasta ganas de ser sordo dan.

De vez en cuando, algunas autoridades municipales desempolvan las ordenanzas existentes para tratar de frenar este terrible caos sonoro, este flagelo de contaminación sicológica que desarma nuestros sistemas nerviosos y nos pone en punto de caramelo para agarrarnos a trompadas con el prójimo que se nos cruce en el camino, oficina y hogar incluidos. Pareciera, sin embargo, que no todo se reduce a severas normas e imposición de fuertes multas, sino mas bien a un querernos un poquito mas a nosotros mismos y tratar de vivir como gente. Y es que no es posible vivir así, salvaje, casi bestialmente y, en ello incluyo, hasta a las airadas y frecuentes peleas familiares que se escuchan a nivel de ópera italiana en todo el barrio, vereda de enfrente incluida; cuando lo correcto sería agarrarse a martillazos, por ejemplo, para no molestar al vecindario. Es más efectivo, menos escandaloso y revela un mínimo de respeto para los que conviven con nosotros bajo el mismo cielo y dentro de los mismos límites urbanos.

Pero si las normas existen y si las recomendaciones internacionales y locales dicen literalmente que no debemos superar cierto límite de decibeles, curiosito nombre que se refiere a la medida del ruido que puede soportar el oído y el cerebro humanos, ¿por qué se permite entonces que vivamos en una especie de Larco Herrera al revés, donde el que no grita o hace escándalo está totalmente loco. No hay derecho, nadie debería tenerlo al menos, de castigarnos inmisiricordialmente con la emisión de ruidos molestos que se han convertido en el símbolo de nuestra sociedad moderna y globalizada.

A casi doscientos años de habernos sacudido del yugo español y cuando estábamos cerca de alcanzar la madurez como comunidad urbana, pareciera necesario apelar a esa tan graciosa como ridícula figura político social que todavía persiste en la madre patria, la del rey, para que él mismo, también sonoramente, nos hiciera entrar en razón. Sí pues, ¿por qué no nos callamos de una buena vez?

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