domingo, 13 de septiembre de 2009

Horrible oye.


Una condición principal del buen vivir, es la de vivir a gusto. Mi casita, por humilde que sea, limpia y arreglada, me brinda un espacio agradable para vivir y en ella me siento bien. Lo menos que puedo pedir para mi entorno, es decir, para todo el espacio que me rodea, incluyendo viviendas aledañas y paisaje urbano, es que éste también sea agradable. Pero, ¿qué sucede si por donde camino siento una agresión visual increíble? Si me golpea en el rostro la estridencia de los avisos, letreros, pancartas, el mobiliario urbano, que incluye grotescas y antojadizas piezas monumentales de ¿arte?, y los elementos que constituyen el soporte y canal de los servicios públicos: postes, cables, sub estaciones eléctricas, buzones, depósitos para basura y demás.

La vida urbana se desarrolla dentro de un marco escenográfico diseñado, construido y mantenido por las concesionarias de los servicios públicos, pero con la anuencia, autorización, supervisión y fiscalización de las autoridades municipales. Sí pues, esas telarañas inmensas de cables que nublan nuestra vista cual horribles toldos virtuales, pertenecen a las compañías de servicios eléctricos, de televisión por cable, de telefonía y de Internet, que debiendo ser subterráneas, porque así lo dicen, indican y exigen varias ordenanzas municipales, se muestran imponentes y atrevidas ante la vista y paciencia de funcionarios ignorantes de las normas o eficientes y serviles colaboradores rentados de dichas empresas.

Los avisos publicitarios por otro lado, desafiantes en su monumentalidad y mal gusto, constituyen otro indicador de que las necesidades y prioridades de las empresas de publicidad están por encima de los intereses de la comunidad y que los contratos de publicidad en concesión que las autoridades municipales realizan, esconden definitivamente intereses personales, no sólo económicos sino también de posicionamiento político de las autoridades de turno. Hermosas avenidas, super pobladas de avisaje, de dudoso buen gusto, gratas perspectivas urbanas que han sido derrotadas por la presencia de paneles, tan grandes como mal concebidos, nos recuerdan permanentemente que los miembros de la comunidad sólo somos números o estadísticas en esta sociedad de consumo que nos oprime y ahoga.

Elementos de servicios complementarios, como kioskos ¿de periódicos?, estaciones de serenazgo, cabinas telefónicas de servicio público, así como parques infantiles, alamedas, bulevares, puentes vehiculares y peatonales, que con su presencia elefantiásica nos recuerdan permanentemente que están ahí porque a alguien le ha dado la gana hacerlos, inconsulta y onerosamente, para satisfacer egos, ensanchar billeteras o, simplemente, gastar recursos que no han sabido emplear adecuadamente. ¿No era que teníamos que ponernos de acuerdo en cómo emplear los recursos que constituyen el patrimonio de la comunidad?

Finalmente, los edificios y construcciones municipales que albergan palacios, oficinas administrativas, casas comunales o tallares, que deberían constituir ejemplos de buen y funcional diseño y concreción, son horribles armatostes de pésimo o retorcido gusto, a los que suelen acompañar monumentos, bustos o piletas, casi siempre sobre valuados y que nos recuerdan que las autoridades han equivocado la naturaleza del encargo y del empleo recibidos. Y que nosotros, los vecinos, seguimos sin percatarnos de que el poder y la decisión está en nuestra manos y que solamente la ignorancia de nuestros derechos urbanos y la desidia de nuestros actos constituyen la razón principal de que nuestras ciudades se hayan convertido en presas fáciles de la peor contaminación visual posible, con el carácter de horribles.

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